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Testamento espiritual del Rey San Luis IX de Francia a su hijo

Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.

Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.

Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas.

Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino y, mientras estés en el templo, guarda recogida la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor, con oración vocal o mental.

Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios, y así te harás digno de recibir otros mayores. Para con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.

Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.

Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.

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Cinco consejos para alcanzar la santidad

1. Oración constante: La comunicación con Dios es esencial para cultivar la santidad. Un buen camino para ello es establecer una rutina de oración diaria, que incluya momentos de agradecimiento, súplica y meditación sobre las Escrituras. La oración constante ayuda a mantener una conexión íntima con lo divino y a buscar la voluntad de Dios en todas las áreas de la vida.

2. Vida sacramental: Participar en los sacramentos esenciales de la Iglesia Católica, como la Eucaristía (Santa Misa) y la Reconciliación (Confesión), fortalece la relación con Dios y otorga la gracia necesaria para crecer en santidad. La participación regular en la Santa Misa y la recepción de la Eucaristía nutren el alma y renuevan el compromiso con la fe.

3. Caridad y amor al prójimo: Practicar la caridad y el amor desinteresado hacia los demás es un aspecto fundamental de la santidad. Siguiendo el ejemplo de Jesús, se busca servir a los necesitados, mostrar compasión y tratar a los demás con respeto y amor. Las obras de misericordia corporales y espirituales son un camino concreto para manifestar este amor al prójimo.

4. Vida de virtud: Cultivar virtudes como la humildad, la paciencia, la castidad, la generosidad y la perseverancia contribuye al crecimiento espiritual y a la búsqueda de la santidad. La lucha contra las debilidades y los pecados personales es parte de este proceso, mientras se busca cada vez más la conformidad con la voluntad de Dios.

5. Vida de contemplación y meditación: Apartar tiempo para la reflexión profunda, la lectura espiritual y la meditación sobre las verdades de la fe permite un mayor entendimiento y una conexión más profunda con Dios. La contemplación y la meditación también ayudan a discernir la vocación personal y a seguir el camino que Dios tiene preparado para cada persona.

Meditaciones

San Bartolomé, apóstol

I. Para ser un verdadero apóstol, es decir, un embajador de Cristo, hay que serle fiel, tomar a pecho los intereses de Dios a costa de los propios. Es lo que hace San Bartolomé; deja él todo para seguir a Jesucristo, para predicar su Evangelio; sacrifica sus placeres, sus intereses; hasta da su vida para ganarle almas y extender su reino. ¿Qué haces tú por la gloria de Jesucristo y por la salvación de las almas? Esto es sin embargo lo más agradable a Dios que puedes hacer.

II. Un embajador debe estar perfectamente instruido acerca de lo que quiere su príncipe, a fin de hacer su voluntad en todo. San Bartolomé ora a Dios cien veces al día, para saber cuál es la voluntad de Jesucristo, para implorar sus luces y su auxilio. Trabajes lo que trabajes, si tus acciones no están conformes con las miras de Dios, pierdes tu tiempo. ¿Cuántas veces rezas al día y cómo lo haces? Dios mío, ¡que se cumpla en mí vuestra santa voluntad!

III. Un embajador ha menester de prudencia para llevar a buen término los negocios de su señor; necesita valor para resistir a sus enemigos y dar su vida, si es preciso. San Bartolomé poseyó ambas cualidades. ¿Las tienes tú? Eres tan prudente en las cosas de este mundo, y un niño en las atinentes a tu salvación. Nada te resulta costoso cuando están en juego tus intereses, y el menor obstáculo te detiene cuando se trata de la gloria de Dios. ¡Ah! ¡cuán pocos verdaderos obreros apostólicos existen hoy! ¿Adónde se fue el espíritu de los apóstoles? ¿Dónde están la humildad, los trabajos, el celo de la primitiva Iglesia? (San Bernardo).