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Frutos y efectos de la Pasión de Cristo
Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica (Ill, 49) expone seis efectos de la Pasión. Cristo por su cruz nos liberó del pecado, del poder del demonio, de la pena del pecado, nos reconcilió con Dios y nos abrió las puertas del cielo; mereció su propia exaltación.
Ahora bien la Sangre divina derramada durante la Pasión llega hasta nosotros mediante los sacramentos cual canales que conducen el agua hacia muchos lugares para dar la vida y la salud. Hay dos sacramentos destinados a borrar el pecado: el bautismo y la penitencia, o sea confesión. El bautismo borra el pecado original y los pecados personales si el bautizado tiene el uso de razón. La penitencia borra los pecados cometidos después del bautismo.
¿Qué es la penitencia? “La penitencia es el sacramento por el cual nuestros pecados, cometidos después del bautismo, quedan borrados, en virtud de la absolución del confesor”.

¿Quién instituyó la Confesión? Nuestro Señor Jesucristo, el día de su resurrección, apareció a los Apóstoles que ya habían sido ordenados sacerdotes el Jueves Santoy les dió el poder de perdonar los pecados cuando dijo: “Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonareis los pecados, les quedan perdonados y a quienes los retuviereís, retenidos quedan” (San Juan 20,22). Dijo también: «Todo lo que atareis sobre la tierra, será también atado en el cielo y todo lo que desatareis en la tierra será también desatado en el cielo” (San Mateo 18, 18). Los Apóstoles comunicaron este poder a sus sucesores. Cada sacerdote lo recibe el día de su ordenación. Los que pretenden confesarse directamente con Dios van en contra de la palabra de Dios y se hacen gran daño a sí mismos y a los demás.
¿Qué dice la Iglesia? La Iglesia católica fundada por Cristo mismo, heredera legítima de los Apóstoles, guardián e intérprete exclusiva de la Sagrada Biblia, utilizó siempre el poder de perdonar los pecados. Mediante “el Concilio de Trento lanza anatema contra quien osara afirmar que este sacramento no tiene la virtud de perdonarlos pecados” (Denzinger 1701-1715).
Frutos de la Confesión: La confesión borra nuestros pecados, nos hace hijos de Dios devolviéndonos la gracia divina y los méritos de las buenas obras hechas anteriormente en gracia de Dios y que por el pecado se habían perdido. También recibe el alma nueva fortaleza para resistir y vencer las tentaciones, vivir en paz y alegría.
Para hacer una buena confesión se requiere que el penitente:
- haga un buen examen de conciencia;
- tenga dolor de sus pecados, junto con el propósito de no volver a cometerios;
- manifieste íntegramente los pecados que cometió;
- satisfaga la penitencia impuesta porel confesor,
El confesor bajo pena de pecado mortal tiene la obligación de guardar un silencio absoluto sobre la confesión…
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La Semana Santa ¿semana de vacaciones o de luto?
Querido católico:
El Jueves Santo, el Viernes Santo y el Sábado Santo forman el Triduo Sacro. Son los días de la Semana Santa, de la semana más importante de la historia de la humanidad. Porque para nada hubiera servido la creación si no hubiera habido la salvación.
La Semana Santa es la semana de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Pasión significa sufrimientos, muerte de Cristo en la Cruz. Pasión, Redención, Salvación y vida eterna para nosotros están vinculadas. Sin los sufrimientos, la Cruz y la muerte de Cristo no hay salvación para tí, pecador ingrato.
Cristo se hizo nuestro cordero que carga con nuestros pecados. Cristo quiere “morir a fin de satisfacer en nuestro lugar a la justicia de Dios, por su propia muerte”, dice Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica (MI, 66, 4).
Cristo acepta ser maltratado, para que tú no lo seas eternamente; Cristo acepta ser flagelado para que tú no seas flagelado por los demonios y el fuego en el infierno.
Cristo acepta gustar la tremenda sed de la crucifixión y la muerte amarga de la cruz, para que tú no padezcas la sed eterna de felicidad. Cristo acepta ser deshonrado en la cruz para que tú no seas deshonrado y confundido en el día del Juicio final.
Y tú, hijo ingrato, ¿qué haces en esos días de la Semana Santa mientras que tu Señor está muriendo en tu lugar para salvarte? ¿Cómo los utilizas? ¿A dónde vas? ¿Por qué los profanas?
Si en esos días tu patrón te dispensa de trabajar porque es Semana Santa, Semana de luto, Semana de la muerte del Hijo de Dios; tú deberías saber muy bien que esos días santos no son días de vacaciones, ni de disipación, ni de playa. Son días de penitencia, de oración y de lágrimas.
El Hijo de Dios hecho hombre está luchando contra el demonio y la justicia divina para librarte. Sí, para librarte a ti y a tu familia del más grande peligro que pueda existir: el de la perdición eterna. Sábelo, incúlcalo a tus hijos para que sean agradecidos con su Salvador.
Es Dios mismo quien te lo dice: “Sin efusión de sangre no hay remisión de pecados” (Hebreos 9, 22). Y esa sangre que borra tus pecados es la de tu Bienhechor: Nuestro Señor Jesucristo. Sobre todo no digas que no has pecado y no necesitas del perdón. Si lo dijeras manifestarías tu gran ceguedad e ignorancia.
Ningún hombre puede conseguir por sí mismo el perdón de sus pecados. Debe buscarlo en otra parte: ¿dónde? en la Sangre del Hijo de Dios que murió en la Cruz el Viernes Santo. San Pablo dice: “En Él, por su Sangre tenemos la redención, el perdón de los pecados…” (Efesios 1,7).
El hombre no puede ofrecer sacrificio propiciatorio por sus pecados. Nuestro Señor Jesucristo se hizo propiciación por nuestros pecados. Él se ofrece el Viernes Santo en sacrificio propiciatorio por ti. Sólo, mediante la sangre de Cristo, puedes purificarte, puedes liberarte de las cadenas del pecado y de la tiranía del demonio.
Y en estos días durante los cuales Cristo está en los tormentos de la Cruz para merecerte la salvación, tú, pecador necesitado, tú te vas a la playa, a pasearte, divertirte, quizás acumular más pecados a los que ya hayas cometido. ¡Despiértate, hermano mío, despiértate de tu letargo! ¡Sé agradecido con tu Bienhechor! ¡Actúa como católico verdadero!
Ve al templo a ver y a escuchar lo que en tu lugar está padeciendo Cristo. Sábelo que la ingratitud atrae el castigo de Dios más bien que su misericordia. No seas pues ingrato, sino agradecido.
La gratitud cristiana consagra el Triduo Santo para conocer más lo que hizo Nuestro Señor Jesucristo por nosotros e impulsarnos a la penitencia, a la sincera conversión y enmienda de nuestra vida tibia y mediocre.
El Jueves Santo es el día en que el Señor Jesús antes de ir a su Pasión te dejó el Memorial de su muerte. Para aplicar los frutos de su Pasión a tu alma, instituyó el sacramento de su amor que es la Santa Eucaristía y el sacerdocio para consagrarla. Él dijo: “haced esto en memoria mía”, para recordarnos lo que padeció por puro amor hacia los ingratos que somos; para comunicar a nuestras almas la santidad y el remedio contra el pecado mediante la digna recepción de su Cuerpo. Y tú ¡irías a divertirte en ese día! No sabes que Cristo dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en Mí y Yo en él” (San Juan 6, 54-56). Y tú que pretendes ser discípulo de Cristo ¿por qué te privas del Pan celestial que sana, purifica, santifica y pacifica tu alma y tu hogar? Si por tu culpa no aprovechas del remedio que Cristo te ofrece ¿por qué te quejas de tener problemas en tu vida, familia y trabajo?
El Viernes Santo es para que grites con y en la Iglesia misericordia para tí mismo y para todo el género humano. El Viernes Santo es para que participes en las exequias de Cristo, escuchando el Evangelio de la Pasión y las Siete Palabras que son las últimas recomendaciones de Cristo, Nuestro Redentor.
Aprovecha el Viernes Santo para confesar con lágrimas tus iniquidades, lavar tu alma de la lepra del pecado con la Sangre de Cristo, participar en la Pasiónde tu Salvador, para tener parte con Él en su victoria.
El Viernes Santo, sufrió Cristo para merecerte el ser librado del pecado que es el más horrible cáncer que pueda existir, y del infierno que es la más grande de las desgracias. Y tú ¿irías de vacaciones con tantos otros neopaganos quizás para matarte en el camino de la ingratitud?
El Viernes Santo es para que hagas el Vía Crucis, medites lo que hizo y padeció por ti tu Señor; para darte cuenta de lo que merece el pecado. Lea los últimos capítulos de San Mateo, Marcos, Lucas y Juan o ve la Pasión de Cristo por Mel Gibson para que te des cuenta del precio que Cristo pagó para librarte del poder del pecado y del demonio, hacerte hijo de Dios y heredero de la vida eterna. Puedes también leer y meditar Reflexiones sobre la Pasión de Jesucristo por San Alfonso María de Ligorio y La Pasión del Señor por Fray Luis de Granada, o Las Siete Palabras de Cristo por Antonio Royo Marín.
El Viernes Santo es día de ayuno y penitencia, silencio y lágrimas y no día de playa y placeres.
El Sábado Santo es día de luto. Hombres y mujeres deberían vestirse con ropa de luto para acompañar a la Santísima Madre de los Dolores. El Sábado Santo debería servir para meditar con espanto lo que merece el pecado, porque si al Justo que cargó con nuestros crímenes así se le castiga, ¿qué será delculpable si muere con su pecado?
En resumen, hermano mío, escucha a Dios mismo que dice a cada uno de nosotros: “No tardes en convertirte al Señor, ni lo difieras de un día para otro; porque de repente sobreviene su ira, y en el día de venganza acabará contigo” (Eclesiástico, 5, 8).
Católico, aprovecha la Semana Santa para convertirte al Señor, porque la sincera conversión y el verdadero arrepentimiento aseguran el perdón de los pecados; dan paz al alma y, al fin, la vida eterna que pedimos por ti.
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San Juan De Dios
Confesor, nació el 8 de marzo de 1495 en Montemor-o-Novo, Portugal; murió el 8 de marzo de 1550 en Granada, España.
Este santo tenía más avidez de humillación y de menosprecio que la que tienen los hombres mundanos de honores y distinciones. Un día, una mujer lo colmó de injurias y lo trató de hipócrita, y él, secretamente, diole dinero, comprometiéndola a repetir lo dicho en la plaza pública. El arzobispo de Granada le reprochó, porque recibía en el hospital que administraba, a vagabundos y a personas poco recomendables; arrojose el santo a los pies del prelado diciéndole: “No conozco en el hospital a otro pecador fuera de mí mismo, que soy indigno de comer el pan de los pobres”. Otro día corrió en todas direcciones sacando enfermos del hospital, que estaba en llamas, y salió al cabo de una media hora sin la menor quemadura. De rodillas exhaló su último suspiro, abrazando a Jesús crucificado, cuya abnegación, mansedumbre y humildad tan bien había imitado.

Oración: Oh Dios, que después de haber abrasado con vuestro amor al bienaventurado Juan, lo hicisteis andar sano y salvo en medio de las llamas y por su intermedio enriquecisteis a vuestra Iglesia con una nueva familia, haced, en consideración a sus méritos, que el fuego de su caridad nos purifique de nuestras manchas y nos eleve hasta la eternidad bienaventurada. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuentes: Martirologio Romano (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.
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Meditación sobre la mansedumbre
I. Practica la mansedumbre, ahoga con esmero los movimientos incipientes de la cólera; ¿qué ganas con satisfacer esta violenta pasión, que turba tu entendimiento y que atormenta a sus servidores y amigos? Acuérdate de la mansedumbre de Jesucristo. ¡Qué alegría experimentarás por haber reprimido este arranque! ¡Qué recompensa recibirás si te vences a ti mismo! Los que triunfan de sí mismos hacen violencia al cielo (San Cipriano).
II. Practica la suavidad, soportando el mal humor y las imperfecciones del prójimo. Quieres que te soporten tus defectos; es muy razonable que uses de igual indulgencia para con los demás. Ese carácter molesto que reprochas en tu hermano es un defecto de la naturaleza; acaso ella te trató a ti peor todavía, y te hizo más desagradable para el prójimo. Examina tus defectos y soportarás fácilmente los de los demás.
III. Practica la mansedumbre soportando que se te menosprecie. ¿Quién eres tú, en definitiva, para que tanto te cueste soportar desprecios? Tu nada y tus pecados muy merecido tienen este trato. Si te los conociesen dirían mucho más. ¿Y qué mal pueden hacerte ante Dios las palabras que te digan? Más aun, ¿qué corona no merecerías si las sufrieses con paciencia? Si fueses verdaderamente humilde, nada te costaría sufrir el desprecio y los malos tratos. La humildad suaviza todas las tribulaciones (San Eusebio).
Practica la mansedumbre.
Orad por los enfermos.
Fuentes: Martirologio Romano (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.
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Meditación sobre las señales de nuestra predestinación
I. Nadie sabe en este mundo si es un predestinado o un réprobo. Con todo, hay señales de predestinación que son casi infalibles. Si Dios te envía aflicciones, y tú las recibes con sumisión y paciencia, es una señal de que irás al cielo con Jesucristo, pues llevas su cruz y te conformas con este modelo de predestinados. Tiembla pues, tú, dichoso en este mundo, que gozas de los placeres y que todo tienes a medida de tu deseo: sigues las huellas del rico epulón; vas por camino contrario al que Jesucristo te dijo que siguieras para llegar al cielo. Es menester entrar en el reino de los cielos por muchas tribulaciones (Hechos de los Apóstoles).
II. Otra señal de predestinación es el buen uso del sacramento de la Penitencia. Pecar es flaqueza común a todos los hombres, pero sólo es de los elegidos el hacer buena penitencia. ¿Te confiesas a menudo? ¿No te expones a morir en pecado difiriendo tu conversión? ¿No recaes en los pecados graves que confesaste? ¿Los remordimientos de tu conciencia te dan a entender que tu vida es mala? ¿Los escuchas? ¿Los apaciguas descargándote lo antes posible del peso de tus culpas?
III. También son señales de predestinación el celo por la limosna y las obras de misericordia corporal y espiritual, la piedad para con Jesucristo moribundo en la cruz u oculto en la Santa Eucaristía, la devoción a la Santísima Virgen; mira si hay en ti estas señales de predestinación, todas o algunas por lo menos. Examínate. Si las hallas en ti, alégrate y ten confianza en la misericordia de Dios. Me parece que reconozco algunas señales de tu vocación y de tu predestinación (San Bernardo).
Práctica de las obras de misericordia.
Orad por las necesidades de la Iglesia.
Fuentes: Martirologio Romano (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.
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La vida es una guerra
I. Hemos de luchar en esta vida contra las potencias invisibles del infierno. Estemos alertas en todo tiempo y en todo lugar; pues los demonios vigilan siempre para atacarnos con ventaja; vigilemos también nosotros para defendernos victoriosamente. Sus armas son invisibles, nos atacan mediante malos pensamientos; defendámonos con las armas espirituales de la fe y de la confianza en Dios, e invoquemos a menudo el Santo Nombre de Jesús. El enemigo vigila sin cesar para perdernos y nosotros no queremos salir de nuestro sueño para defendernos (San Agustín).
II. Hay también otros enemigos, visibles, que son más peligrosos que los demonios. Guárdate de ellos; para ti los hombres son crueles enemigos; atacan tu virtud con sus malos ejemplos y sus perniciosos consejos, con sus burlas amargas, con el atractivo de las voluptuosidades que exponen ante tu vista. Tus parientes, tus amigos, serán a menudo los enemigos que más trabajo te darán y que opondrán más obstáculos a tu santificación; ármate de valor y rompe sus lazos.
III. Tú mismo eres el más cruel de tus enemigos: tienes un cuerpo que está en inteligencia con el demonio para perder tu alma. Es preciso abatir este enemigo mediante las austeridades, las mortificaciones. Rehúsa a tus sentidos los placeres ilícitos que te pidan; tampoco les concedas todos los permitidos; así es como sujetarás tu carne a la razón y tu razón a Dios. ¿Obras así? ¿Concedes a tu cuerpo todo lo que desea? Si estás en paz con tu cuerpo, haces guerra a Dios. La carne lucha sin cesar contra el espíritu; no cesemos pues de luchar contra la carne (San Agustín).
Tened fortaleza.
Orad por la extirpación de las herejías.
Fuentes: Martirologio Romano (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.
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Sobre la verdadera gloria

I. Cristiano, ¿en qué haces consistir la verdadera gloria? Si tienes el espíritu del mundo, me responderás: “La verdadera gloria consiste en las riquezas, en las dignidades, en los honores, en el saber”. Para adquirir esta falsa reputación, expónense los bienes, la salud, la vida, el alma. ¿Para qué te servirá esta gloria después de la muerte? ¿Qué importa a los condenados que los alaben donde ya no están, si son torturados donde están? (San Agustín).
II. La verdadera gloria procede de Dios; servir a un tan grande Señor es ya ser rey. ¡Qué dicha contar con la aprobación de Dios y de la corte celestial y esto por toda una eternidad! Además, ¿qué gloria humana puede compararse con la que los santos reciben aquí abajo durante su vida y después de su muerte y con la que gozan en el cielo? Ambicioso, he aquí algo con qué contentarte: el mundo no tiene sino un falso esplendor, Jesucristo tiene para ti honores y recompensas sólidas y eternas; búscalos, si amas la gloria. Si nos seducen las riquezas y los honores, que sean las verdaderas riquezas y los verdaderos honores (San Euquerio).
III. Para adquirir esta gloria es preciso despreciar la del mundo, es menester hacer grandes cosas y soportar grandes sufrimientos por Jesucristo. He ahí los tres grados por donde se ha de subir a la gloria. ¿Has despreciado tú la gloria del mundo? ¿Qué cosa grande has emprendido por Jesucristo? ¿Qué has sufrido? Comienza por las cosas pequeñas: no te faltarán ocasiones, no faltes tú mismo en las ocasiones.
Vivid en humildad.
Orad por el acrecentamiento de esta virtud.
Fuente: Martirologio Romano (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.
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Resistir fuertes en la fe
Carta pastoral del Patriarca de Venecia, Cardenal Giuseppe Sarto, para la Cuaresma, con fecha del 17 de febrero de 1895. Hoy le conocemos como San Pío X.

Teniendo como deber, por exigencias de mi ministerio apostólico, exhortar a todos a observar puntualmente el cumplimiento de la Santa Cuaresma, y de esta forma estar en actitud digna de recibir a Jesucristo en la solemnidad pascual, se abren mis labios espontáneamente con esas palabras con las que la Santa Liturgia inicia este tiempo de retiro, de ayuno y de oración.
“Transcurrido el pasado tiempo en medio de la somnolencia y de una detestable indiferencia y ociosidad, levantémonos con presteza de nuestro sueño y cubrámonos de ceniza, puesto el cilicio y con ayunos y llantos invoquemos al Señor; haciendo penitencia para enmendarnos del mal que por ignorancia o malicia hayamos cometido”.
Mas si esta exhortación al ayuno, al cilicio y a la penitencia supusiese demasiado para el espíritu mundano, entremos, no obstante, en el espíritu de la Iglesia que como Madre benigna, y con el deseo de adaptarse a la fragilidad de sus hijos, ha mitigado todas estas prácticas santas, por lo cual no puedo dejar de traer aquí las palabras de San Pedro dirigidas a los cristianos de su tiempo: “Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el diablo, da vueltas a vuestro alrededor, como león rugiente, buscando a quién devorar: resistidle fuertes en la Fe” (IP 5, 8-9); y sin ninguna duda, si practican estos santos consejos, la Santa Cuaresma será un tiempo aceptable, será el tiempo de la salvación.
Necesidad de la Penitencia
La recta razón y la Fe nos manifiestan conjuntamente esta verdad: fue precisamente en el momento en que se rompió la amistad con Dios en el Paraíso terrenal, cuando se suscitó dentro de nosotros la concupiscencia, incentivo y alimento de las más escondidas pasiones, germen de los vicios y causa fatal de la guerra entablada entre la carne y el espíritu, la cual con magistrales trazos y elocuentes palabras, fue descrita por San Pablo de la forma siguiente: “Me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior: mas llevo otra ley en mis miembros opuesta a la ley del espíritu, que me hace esclavo de la ley del pecado, y esta ley está impresa en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”
El único remedio para obtener esta liberación es combatir en nosotros esa raíz que es la causa principal de nuestros vicios y de nuestras pasiones, y como nuestro gran enemigo es el cuerpo, habrá que esforzarse en humillarlo para reconducirlo a su verdadero fin, dada la carga de pereza que lleva consigo, y mediante esta humillación se adquirirá una vida más vigorosa en perfecta armonía con el espíritu.
Templanza corporal
¿Cómo podrá llevarse a cabo este prodigio? Por el amor cristiano y la virtud de la penitencia, la abnegación del propio yo, el abandono del mundo, las mortificaciones y la cruz. Para todos aquellos cristianos que no tienen el valor de imponerse otros sacrificios, se tornan necesarias aquellas virtudes prácticas ya en los círculos paganos, pero conocidas solamente desde un punto de vista natural, tales como la templanza que regula el uso de las cosas puestas a nuestro servicio y que afectan nuestros sentidos, sin quedar prohibido el placer, pero limitándolo a ponerlo en conformidad con la razón y la santa ley de Dios. Virtudes que en la Sagrada Escritura vienen plasmadas en la abstinencia que modera el uso de los alimentos; la sobriedad que nos aleja del exceso en el consumo de bebidas alcohólicas; la castidad que lleva a sus justos términos, dentro del deber, la inclinación carnal; el pudor que nos defiende contra todo aquello capaz de dañar la pureza; la humildad que nos hace que otorguemos a Dios todo el bien que podamos hacer; y la dulzura, que mantiene el alma serena en la tranquilidad. Todas estas virtudes, elevadas así al rango de su verdadera dignidad, deben ser practicadas.
Entiéndase bien que cuando recomendamos la templanza no exhortamos a que se deje el mundo alejándose del propio hogar, solamente queremos decir que, permaneciendo en el mundo, no sigan, sin embargo, sus preceptos, opuestos a una vida santa, ni practiquen sus obras, sino que dentro del mundo vivan con un cristiano distanciamiento.
Tampoco quiero decir que maceren con austeridad sus cuerpos, sino que procediendo en toda obra con la necesaria virtud, mortifiquen las pasiones de tal manera que rindan un buen servicio al espíritu en lugar de oprimirlo y acallarlo. Tampoco deseo exhortar a que ayunen durante un número de días superior a lo ya establecido, sino que observen un ayuno discreto, el prescrito por la Santa Iglesia, que conoce bien la fragilidad de sus hijos: ayuno que desde la época antigua no nos recuerda sino que debemos sentirnos confundidos y humillados.
Templanza espiritual
Dado que el hombre está compuesto de cuerpo y de espíritu, conviene añadir a la templanza de tipo corporal la templanza espiritual, la cual es más y más larga y penosa en la medida que resulta indispensable para resistir a ciertos impulsos, cortar ciertos afectos o poner orden en determinadas inclinaciones.
La templanza mesura el uso de las cosas de la tierra, nos pone en guardia en cuanto a la vestimenta, amor de los placeres, el deseo de conocer y saberlo todo, en guardia respecto a espectáculos, amistades, modas y demás aspectos de la vida. No concuerda bien con la templanza el espíritu de impaciencia que trae consigo la discordia, e igualmente si existe rechazo hacia una determinada persona, con la templanza este espíritu se cambia en una actitud de dulzura, de amor, de buena voluntad, decidiéndose a actuar con corazón sincero y generoso. Con la templanza se llega a desarraigar también cualquier afecto desordenado, como el que a veces ciertos padres sienten por sus hijos, queriendo poseerlos exclusivamente; desarraigar también los conatos de envidia por los que no llegamos a tolerar a los demás, situando nuestro bien en el mal ajeno: desarraigar nuestro orgullo que domina tal vez nuestros pensamientos, haciendo inflexibles nuestras decisiones, no pudiendo tolerar cualquier consejo o aviso por parte de los otros. La templanza siempre está vigilante para hacer valer la ley, las formas y las buenas maneras en todos los arranques de nuestro corazón, no permitiendo ir más allá de los límites de la razón y de la Fe.
El camino y el medio más seguro para que no nos dominen las pasiones es el de conservar la templanza y no dejarnos sorprender; y así nos lo recomienda el Apóstol cuando nos dice que vigilemos frente al enemigo: “vigilad porque el diablo, vuestro adversario, da vueltas en torno vuestro buscando a quién devorar”. Y démonos cuenta que, cuanto abarca nuestra mirada, todo puede ser nuestro enemigo: nuestra propia casa y nuestra propia persona, lo más cercano a nosotros puede ser nuestro adversario más encarnizado, alimentando nuestras pasiones y deseos, y por eso nuestra propia carne es la que con más furor nos asalta, sin tregua, existiendo hasta la muerte esa enemistad entre ella y el espíritu.
Amadísimos hijos, estad vigilantes para que no seáis presa de las sugestiones de la carne que se lamenta de su propia impotencia para guardar la práctica del ayuno y de la abstinencia, y por lo tanto no olvidéis que un cuerpo demasiado bien alimentado es enemigo de lo espiritual.
Cuidad vuestra mirada ya que por lo ojos entran las funestas imaginaciones en la mente y los afectos perversos invaden el corazón. Preservad los oídos ya que a través de ellos el espíritu puede verse atrapado en sugestiones maliciosas. Igualmente mucha atención con la lengua, porque aquel que habla mucho no estará exento de culpa; y de forma especial tengamos sumo cuidado con nuestro enemigo más recalcitrante, el amor propio, que finge, seduce y engaña, valiéndose de mil maneras para no ser reconocido.
No olvidemos que una simple antipatía –así nos parece– que sentimos por algunos de nuestros hermanos, puede convertirse sin pasar mucho tiempo en una abierta enemistad. Si se siente una inclinación especial hacia una determinada persona, afecto inocente por otra parte, no bajemos la guardia, pues en caso contrario se verá afectada la castidad, y tanto en el trato como en las expresiones seamos puros y moderados. En cuanto a los bienes materiales guardémoslos como conviene pero estando muy atentos a que este cuidado no acabe en una dañina avaricia. Aunque se afirme que ciertos espectáculos y lecturas no son peligrosos, conviene recordar que la serpiente maligna permanece oculta, e incluso en las flores y en el aire que se respira puede haber un veneno mortal.
No olvidemos nunca que nuestro adversario, que se esconde para atacarnos, no nos presenta, desde el primer momento, el mal, sino que después de mostrarnos algún bien, nos lleva poco a poco a un espíritu de tibieza en el servicio divino y tras esto nos hunde en la disipación y la ruina o apatía.
Firmeza en la verdad
Si existe un tiempo en el cual debemos estar vigilantes de una forma especial es el de nuestros días, pues el mundo, con espíritu diabólico, favorece y ayuda a los perversos planes, sobre todo dirigidos contra la Iglesia, con el fin de provocar sentimientos antirreligiosos, y así disminuir el prestigio y la reputación respecto a los hombres que la gobiernan, haciendo resaltar todos los defectos, en todos los grados de la jerarquía, por lo cual concluimos con el Apóstol: resistid fuertes en la fe. Permaneced firmes en la verdad que se encuentra substancialmente en Jesucristo, a quien Dios Padre ha constituido piedra angular en la edificación de la nueva Jerusalén, la Iglesia Católica, y todo aquel que tenga en Él cimentada su Fe no será confundido. Fuente de gracia para los que son fieles, esta piedra misteriosa se convierte sin embargo en piedra de escándalo y de ruina para todos los que pretenden edificar sin ponerla como base en sus sistemas.
Estad alertas, queridísimos hijos, y mantened viva la Fe; guardaos de sus enemigos declarados, que han dejado arrinconado en el pasado el carácter secreto de sus conciliábulos, y ahora, con banderas desplegadas, se esfuerzan por arrebatar al pueblo su joya más valiosa: La Fe; y esto, con sutiles artimañas intentan socavar la autoridad de la Iglesia y de sus ministros, denunciándolos como perturbadores, blanco de todas las sospechas y extremistas, hasta tal punto que no pocos católicos, ingenuos o hipócritas, acaban por admitir todas estas cosas, y creen eso cuando les dicen que no se combate a la religión, sino que únicamente se quiere liberarla de los abusos que se han introducido, separar la Religión y la política; no se quiere perseguir a la Iglesia, pero hay que saber –dicen ellos- que no se puede actuar rectamente si se desconoce el espíritu de los tiempos. Deseamos el bien de los pueblos, afirman, para lo cual nos empeñamos en la paz de todas las naciones.
Resistid fuertes en la fe, decimos de aquellos cristianos que conociendo sólo superficialmente la ciencia de la Religión, y practicándola menos, pretenden erigirse en maestros de la Iglesia afirmando que deben adaptarse a las exigencias de los tiempos, sacrificando para ellos algún punto de la integridad de sus santas leyes; que (erróneamente afirman que) el derecho público de la cristiandad debe mostrarse sumiso frente a los grandes Principios de la era moderna, y manifestar esta sumisión ante el nuevo vencedor; incluso la moral evangélica, demasiado severa, debe adaptarse a estas nuevas normas más complacientes y acomodaticias. Finalmente, (también sostienen falsamente que) la disciplina eclesiástica debe prescindir de sus prescripciones, que resultan molestas a la naturaleza humana, para abrir paso al progreso de la ley en la libertad y amor.
Resistid fuertes en la fe, contra todos aquellos que pretenden dirigir y guiar a la Iglesia en provecho de sus propios intereses y decisiones, juzgando sus enseñanzas e impidiendo sus censuras y condenas; todo esto constituye un pecado enorme de soberbia, y para no ser víctimas de su gran castigo, tengamos el valor de luchar en nuestra sociedad contra todos estos enemigos, descubriendo la malicia de sus ideas perniciosas y haciendo frente al terror de sus maquinaciones o desafiando sus ironías o insultos.
Resistid fuertes en la fe, especialmente los que se glorían en verdad del nombre de católicos, sobre todo para no dejarse seducir por los falsos apóstoles que, como Satanás, se disfrazan de ángeles de luz, y fingen lamentos, temores e inquietudes por los males de la Iglesia y por los peligros por los que atraviesa, y en virtud de una caridad fingida y con un corazón hipócrita, aceptan las máximas que poco a poco llevan a la Iglesia a una situación de enfermedad y de males mortales. Aunque es cierto que ciertos triunfos de la moderna iniquidad pueden escandalizarnos y poner a prueba nuestra fe en la Providencia, sin embargo, la fuerza misma de los acontecimientos va serenando la inquietud de la Fe. Las Sagradas Escrituras nos advierten así: “¡Ay de los que al mal llaman bien, que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz, y dan lo amargo por lo dulce y lo dulce por lo amargo! ¡Ay de los que son sabios a sus ojos, y son prudentes delante de sí mismos! ¡Ay de los que son valientes para beber vino, y fuertes para mezclar licores; de los que por cohecho dan justo al impío y quitan al justo su justicia!” Y en otro pasaje dice: “¡Ay de ti, Asur, vara de mi cólera, bastón de mi furor! Yo le mandé con una gente impía, le envié contra el pueblo objeto de mi furor, para que saquease e hiciera de él su botín, y le pisase como se pisa el polvo de las calles, pero él no tuvo los mismos designios, no eran éstos los pensamientos de su corazón, su deseo era desarraigar, exterminar pueblos en gran número”.
¡Cómo los acontecimientos que contemplamos en la Iglesia se ven iluminados con estos pasajes! Meditémoslos, queridísimos hijos, y aceptemos todo lo que sucede como una prueba y una expiación; convirtámonos al Señor y respondamos con prontitud a la paternal llamada de su misericordia. Que estos días de la Santa Cuaresma sean para nosotros días de propiciación y así nos encontremos algo más dignos para celebrar con Nuestro Señor Jesucristo la gloriosa Pascua de Resurrección.
Cardenal Giuseppe Sarto
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Sobre la imagen de Dios

I. El hombre ha sido creado a imagen de Dios: su memoria, su inteligencia y su voluntad son imagen de un Dios en tres Personas. Debes, pues, hacer de suerte que estas tres facultades de tu alma se asemejen lo más posible a su modelo. Para esto, es preciso que la memoria continuamente se acuerde de la omnipotencia del Padre, que la inteligencia considere la sabiduría de Jesucristo, que se hizo hombre para salvar a los hombres, y que la voluntad se abrase toda con el fuego del Espíritu Santo. ¡Que Os ame, oh Dios, que sois la vida de mi alma! (San Agustín).
II. El pecado desfiguró enteramente esta imagen de Dios impresa en tu alma y la recubrió con la vergonzosa imagen del demonio, pues el pecador es semejante al demonio y no tiene rasgo alguno de semejanza con Dios. ¿A quién te asemejas tú? ¿Tus acciones no llevan impreso el sello de algún vicio?
III. Has de devolver a tu alma su antigua belleza; Jesucristo es el modelo que debes tener continuamente ante tus ojos, a fin de hacerte semejante a Él. Para esto, es preciso tener la corona de espinas en la cabeza, la hiel y el vinagre en la boca, es preciso estar cargado de oprobios, sufrir todo, emprender todo por la gloria de Dios. Cada uno es el pintor de su propia vida: la voluntad dirige al pincel, las virtudes son los colores, y el modelo es Jesucristo (San Gregorio Niceno).
Tened devoción a las santas imágenes.
Orad por la conversión de los protestantes.
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San Matías
Apóstol, murió lapidado hacia el año 80 en Colchis
Patrono de carpinteros; sastres; alcohólicos reformados. Protector contra la viruela y el alcoholismo.

San Matías fue elegido por los apóstoles después de la Ascensión del Salvador para reemplazar al pérfido Judas. Congregados, los fieles oraron al Espíritu Santo para que les diese a conocer la persona que Él había destinado para este ministerio; enseguida, echaron suertes, y cayó la suerte a Matías. El nuevo Apóstol predicó el Evangelio a los pueblos de la Judea y de la Etiopía; su celo le atrajo el odio de los judíos, que lo lapidaron y le cortaron la cabeza.
Oración: Oh Dios, que habéis puesto a San Matías en el número de vuestros Apóstoles, haced, por su intercesión, que sin cesar experimentemos los efectos de vuestra inagotable misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Martirologio Romano (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.
